(Crítica) Amor

Amor abominable, terror sublime

Se llevó la Palma de Oro en Cannes y por fin llega este viernes a los cines españoles la nueva película de Michael Haneke. Conmovedora. Inquietante. Escalofriante. Inmensa. Amour se inspira en un hecho que vivió el propio Haneke: la enfermedad y el inesperado suicidio de una tía suya nonagenaria. Esto fue antes de rodar La cinta blanca (2009), pero ya sembró en la mente del director una idea punzante, turbadora: la incapacidad para aliviar el sufrimiento de quienes amamos.

El actor Jean-Louis Trintignant, durante años apartado del cine, aceptó encarnar al protagonista, aunque no fue para él una decisión fácil. Pasaba por una etapa delicada en que solía pensar en el suicidio, y temía que un drama tan duro interpretado por dos ancianos resultara contraproducente para su estado de ánimo. La productora Margaret Ménégoz le convenció argumentando con sentido del humor que “hiciera el film y se suicidara después”. La admiración por el director austríaco (Caché es una de las películas favoritas de Trintignant) disipó finalmente sus dudas. Más tarde, Haneke reconoció que el film nunca se hubiera realizado si no hubiese contado con Trintignant, un actor al que admiraba desde Y Dios creó a la mujer (Roger Vadim, 1956), y al que sabía capaz de expresar la profunda y calurosa humanidad que destila el personaje de George; la renuncia a sacrificar su amor –ese sentimiento posesivo y castrador capaz de aislarnos del resto del mundo-, hasta sus últimas consecuencias. Asimismo, la elección de Emmanuelle Riva, a quien Haneke recordaba bien por su célebre interpretación en Hiroshima mon amour (Alain Resnais, 1959), como Anne, la esposa que sufre un ataque de consecuencias irreversibles, fue un total acierto; a ambos se suma la presencia de Isabelle Huppert, que interpreta el papel secundario de una hija que no acierta a comprender la impermeabilidad distante de un padre y sus intentos para mantenerla alejada de la degeneración que sufre su madre.

La acción se desarrolla en un único lugar, el apartamento que habita la pareja de ancianos: profesores de música retirados, cultos y educados. Para Haneke es una opción estética, por supuesto, pero desde el punto de vista del contenido, contribuye decisivamente a crear una atmósfera onerosa, irrespirable. A través de las escenas más cotidianas –austeros planos secuencias-, asistimos a la progresiva decadencia de Anne, tras una operación quirúrgica que trae consigo las limitaciones, la dependencia (la pérdida de las facultades físicas primero, luego las psíquicas), y culmina con la pérdida del habla y la conciencia. Cuando todo lo que había contribuido a construir y fortificar un amor se desvanece, la agonía acaba haciéndose insoportable. ¿Cómo permitir que el tiempo se lleve los últimos recuerdos hermosos? ¿Tenemos derecho a protegerlos? Dos horas de cine sin poder salir de ese apartamento hermético, donde asistimos al dolor y la impotencia. A los enfrentamientos verbales y físicos. A una dedicación total tan encomiable como monstruosa. Que nadie se equivoque al interpretar el título de esta película. Amour es un eslabón más del particular universo filmográfico del siempre ambiguo y turbador Michael Haneke. No en balde, si en ella encontramos algunas de las escenas más tiernas que ha rodado hasta el momento, también nos sorprende toparnos con algunas de las más duras. Me atrevería a decir que el tipo de violencia que se recrea en este film es superior a la de los crímenes indiferentes o lúdicos de El vídeo de Benny (1992) o Funny Games (1997). Su realismo es tan preciso y objetivo, que el efecto es terrorífico. George y Anne son tus abuelos, tus padres y, si te miras con atención al espejo, verás como también eres tú. Esta película nos atañe a cada uno de nosotros, de ahí su impacto. Nadie se libra de la vejez, salvo con la muerte.

Amour se clava como una estaca de hielo en el espectador, aunque Haneke no permitió al matrimonio protagonista derramar ni una sola lágrima. El director austríaco, con su rigor y sobriedad habituales, evita inducir al espectador la emoción fácil. De manera natural, son las interpretaciones magistrales de Trintignant y Riva las que nos producen una sensación de impotencia y desasosiego que arraigan en lo más hondo de nuestro ser. Un horror ancestral a ese camino de desgaste imparable que emprendemos cuando nacemos, del cual ni siquiera un amor sublime y abominable como del que somos testigos nos puede proteger. Una emoción dolorosa, donde la violencia de la realidad sólo se compensa con la metáfora de una paloma que entra por la ventana: un poco de poesía aligera la atmósfera asfixiante del film, hasta hacerla respirable. Y sólo es superada por la belleza del sueño.