Dios es una mujer, gracias a Dios.
Álex de la Iglesia no cree en el ser humano. De nuevo nos
trae una historia repleta de seres demenciales, desequilibrados, inmaduros,
histéricos y depravados que pueblan su universo. Afortunadamente nos los
presenta dentro de una historia frenética y extremadamente divertida. No es El
día de la bestia. Ni falta que le hace. No es redonda, pero es una montaña rusa
perfectamente construida.
Muchos quisimos ver en el tráiler de la película que nos
ocupa un regreso de Álex de la Iglesia a sus primeros trabajos, la diversión
absurda y sin complejos, repleta de mala leche, que nos brindaban películas
como Acción Mutante, la anteriormente citada El día de la bestia o La
comunidad. No creo que el director vasco haya perdido nunca sus señas de
identidad. Incluso en sus filmes más impersonales, como Los crímenes de Oxford
(técnicamente brillante, falto de intensidad o personalidad) o La chispa de la
vida (más cercano a su universo, pero con un distanciamiento palpable respecto
al grueso de su obra), el humor negro y unos personajes desquiciados que se ha
encargado de mimar, por muy reprobables que estos fueran, han estado presentes.
Las brujas de Zugarramurdi no deja de ser un compendio de sus anteriores films,
sólo que en este caso ha dejado de lado cualquier pretenciosidad y ha optado
por demostrar aquello que todos sabemos: a la hora de divertirnos, sigue siendo
el mejor del país.
Una diversión que se sustenta, entre otras muchas cosas, en
un ritmo endiablado. Puede que algunas escenas sean excesivamente largas, no porque
tengan mucho que contar, sino porque puedes ver como Álex de la Iglesia se
regodea en detalles que parecen divertirle mucho. Para esta película ha contado,
de nuevo, con la inestimable ayuda en el guión de Jorge Guerricaechevarría. Es
un maestro, al menos en cuanto a estructura. Aquello que fallaba en un film
mucho más complejo como Balada triste de trompeta –demasiado caótico, y
barroco; sobrecargado de temas y mensajes- está controlado aquí. El film es
desenfrenado, desde sus escenas iniciales, el atraco y la huida, hasta el
aquelarre final, las acciones se suceden sin parar y diversos hilos se desarrollan
a la vez. Y el guión cuenta con una estructura perfecta, de película de
aventuras clásica, con sus tres actos, sus puntos de giro en el momento
adecuado, chistes recurrentes (el hombre de Badajoz, fuente constante de
perversa diversión) personajes dando tumbos hasta acabar todos en el mismo
sitio y la clásica pelea final, único momento donde la película, dentro de esta
locura que se respira a casa segundo, se sale de madre, acercándose
peligrosamente a este cine de acción americano donde la última escena ha de ser
más grande, más fuerte, más repleta de cgi.
La estructura férrea con la que cuenta la película permite
una mezcolanza de géneros que ayudan a crear esta sensación trepidante que no
abandona nunca la película. Acción, road movie, terror e incluso en cierto
momento cercano al final, un musical.
Todo ello bajo el paraguas de la comedia, una comedia negrísima y absurda, allí
donde De la Iglesia tan cómodo se siente, asentada en unos personajes extremos,
que no por ser ciertamente sencillos (sin apenas evolución, o si la hay, muy
burda y paródica) dejan de funcionar.
Gran parte del acierto de la película es su magnífico casting: las mayúsculas
Carmen Maura y Terele Pávez, cuyas escenas prometen y dan lo mejor, quedándose con
las mejores frases, o actores con menor peso como Enrique Villén, Macarena
Gómez (en un registro no demasiado alejado del que interpreta en La que se
avecina) o la pareja de policías interpretada por Pepón Nieto y Secún de la
Rosa, todos ellos secundarios con los tics y dejes habituales en las películas del
bilbaíno y que encajan a la perfección con la parodia e histrionismo del
film (al contrario de lo que sucedía en Balada triste de trompeta, que mezclaba
tonos sin cohesión alguna), ampliando el universo de éste. La mayor sorpresa
las dan sus protagonistas principales. Hugo Silva sigue sin ser santo de mi
devoción pero el héroe patético y paternal que interpreta no chirría dentro de
este contexto, siendo igualmente el más flojo de todos los intérpretes; superado por Carolina Bang, que sí que me resulta creíble, por fin, en su papel
de bruja bipolar, curiosamente el personaje más complejo y con mayor lucimiento
de todo el film; y especialmente por Mario Casas que, intentando evitar el
chiste fácil, encaja perfectamente dentro del perfil de cani estúpido que roba
todas las escenas. Increíblemente superior en su faceta cómica –especialmente si
lo comparamos con sus dramas de postureo puro basados en las novelas italianas
cuyo nombre desearía olvidar- es una lástima que en el tramo final de la
historia su personaje pierda protagonismo a favor de una historia de amor que,
si bien vuelve a ser la base sobre la que se sustenta gran parte de la dinámica
del film, carece de interés y credibilidad ante el espectáculo visual y sonoro
que se impone por encima de todo.
Todo ello aderezado con un apartado visual y sonoro
magnífico, donde destaca especialmente la fotografía de Kiko de la Rica,
especialmente brillante en todo el tramo situado en Zugarramurdi. Lo único que
se me ocurre achacarle en este aspecto es la sobredosis ingente de primeros
planos. Por un lado en las escenas de acción, que no deja de ser un recurso
para disimular las limitaciones económicas – aún y así, hay que quitarse el
sombrero ante la potencia visual que destila esta película con tan sólo 4
millones de euros-, y por otro lado en ciertos momentos cómicos, especialmente
en las conversaciones que se llevan a cabo en el primer cuarto de película, en
el coche. Posiblemente sea ese el efecto buscado por Álex de la Iglesia, pero
en tal caso, es muy arriesgado mantener primerísimos planos en una escena
cómica, que pide más aire a los planos, dándonos esa mezcla de géneros no sólo
narrativa, sino también en cuanto a lenguaje cinematográfico.
No se puede obviar, por mucho que el debate carezca de base
real, la polémica que ha surgido acerca de la misoginia que parece destilar la
película. Según ha declarado Álex de la Iglesia en alguna entrevista, su
película “no es misógina, sino misántropa”. Parece acertado, especialmente si
tenemos en cuenta que estos hombres maltratados por las mujeres (más brujas en
su vida cotidiana que las propias brujas de Zugarramurdi), que podrían ser
felices con poco pero que se ven arrastrados por la codicia de las féminas, no
son más que una panda de fracasados inmaduros cuyo discurso, simplón y lacerado
por una constante parodia en su escritura, les lleva a unirse en una hermandad
parecida a la que puede darse en las gradas de un campo de fútbol. La cuestión
es que Álex de la Iglesia nunca ha sido demasiado sutil, cada vez que quiere
criticar equipara su discurso a su potencia visual y suelta sin ambages un
chorro con todo lo que lleva dentro. Especialmente en su anterior película, La chispa
de la vida, a pesar de que el guión no es suyo, se nota su evidente aportación. Afortunadamente, visto el conjunto, no deja de ser todo una gran y
divertidísima broma, un guiñol del que nadie se salva, y en el que Carmen Maura, en el excelente discurso
con el que se inicia el aquelarre y acto final, proclama: “Dios es una mujer”.
Una bruja no es más que sacerdotisa de la Diosa, y representa una visión del
mundo centrada en la Diosa y no en el Dios, una visión matriarcal que tanta fuerza
tiene en la sociedad vasca. Pide que la Diosa vuelva a reinar como antaño, que
destrone al hombre y destruya esta sociedad de mierda.
Y chicos, por momentos no puedo sino estar mas que de
acuerdo con ella.
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