jueves, 15 de septiembre de 2016

[Cine] Tarde para la ira

Ojo por ojo, sangre por sangre



Raúl Arévalo, uno de los rostros habituales del cine español, debuta en la dirección con esta maravillosa salvajada, un thriller seco, rotundo, de ritmo pausado y estallidos viscerales. La clásica historia de venganza, contada como lo hubiera hecho Peckinpah pero con una personalidad bien marcada, rodada con nervio y aplomo e interpretada con increíble (y creíble) sobriedad.
El cine español ha destacado en los últimos años, además de por comedias de astracanadas autonómicas, por una serie de thrillers bien orquestados, como los films de Alberto Rodríguez (La isla mínima, 2014; y la próxima y muy esperada El hombre de las mil caras, 2016;), Daniel Monzón (Celda 211, 2009; El niño, 2014;) o Daniel Calparsoro (Cien años de perdón, 2016;). Y en muchos de esos casos, Raúl Arévalo estaba por ahí metido, aportando su talento, una capacidad de interpretación colosal que le permite aportar verosimilitud a personajes de muy diferentes características.

Es obvio que el actor y director madrileño ha tenido los mejores maestros posibles, pero no se ha limitado a copiar el estilo de aquellos con los que ha compartido rodaje. Mientras que Alberto Rodríguez, incluso en sus películas más urbanas como 7 vírgenes (2005) o Grupo 7 (2012), rodó de una forma estilizada y elegante, sin por ello dejar de aportar a su vez nervio y tensión a sus secuencias, Raúl Arévalo es más sucio, que no descuidado, más brusco, sin perder la delicadeza que determinadas secuencias exigen.

En la primera escena —un espectacular plano secuencia rodado desde el interior de un coche que explica el fallido atraco a una joyería, desde un punto de vista lejano— ya queda patente el poder visual que el director es capaz de imprimir a la historia. Con una fotografía cruda, granulosa y naturalista de Arnau Valls ColomerEva (2011) y Toro (2016), ambas de Kike Maíllo, o Anacleto (Javier Ruíz Caldera, 2015)— , Tarde para la ira se ha filmado cámara en mano, situándola muy cerca de los rostros de los actores, asfixiándolos, dejándonos ver su sudor, los surcos de sus arrugas, su pesar. La música acompaña puntualmente la acción, las imágenes tienen tanta fuerza que funcionan por sí solas.


La trama, una sencilla historia de venganza, originada a raíz del suceso narrado en la primera secuencia, se desgrana lentamente durante una primera parte del film donde conocemos profundamente a los personajes implicados. El guión no necesita de grandes diálogos para definir a unos personajes golpeados por los acontecimientos de su vida. Los silencios transmiten más que cualquier discurso, especialmente en el caso de José (Antonio de la Torre, brillante en su rol de apocado, triste y a-punto-de-explotar Don Nadie) y Ana (Ruth Díaz, sensacional, premiada en el Festival de Venecia), cuya relación evoluciona de forma tan sutil que casi parece sobreponerse al objetivo inicial del protagonista. La acción se sitúa en pequeños escenarios cotidianos que poco permiten augurar la violencia que impregna este pequeño universo.

Llegado cierto momento del film, cuando Curro (Luis Callejo, cómodo y natural en un personaje que vive en una constante encrucijada) sale de prisión, la historia se atisba en su totalidad, transformándose en una suerte de road movie castiza que nos transporta hacia una verdad nada complaciente. Bajo los pasamontañas que llevaban los responsables del sufrimiento de José no se ocultan psicópatas, jefes del crimen o individuos con el mal grabado en sus facciones, como si de especímenes ilustrados por Lombroso en su teoría del criminal nato se trataran. Son individuos, de diversa catadura moral con un origen social similar, que ya sea por las elecciones equivocas o por un azar funesto, han terminado en los extremos de la sociedad, manteniéndose dentro de ella a duras penas.

Así, los personajes mutan su rol en la historia, todos pasan por ser víctimas y verdugos. Aquel que empezó siendo un mártir inicia un camino de no retorno una vez se cobra la primera parte de su venganza, en una escena —en un gimnasio, con un descomunal Manolo Solo— memorable tensa y horripilante. A partir de ahí, conforme la película avanza y la venganza se va cumpliendo, José pierde la humanidad que poseía, tornándose en un ser obcecado y deshumanizado, casi como un trasunto del personaje que el mismo Antonio de la Torre interpretó en Caníbal (Manuel Martín Cuenca, 2013), mientras que Curro es capaz de mostrar una compasión insospechada. Siendo la violencia tan presente y cruda en los momentos iniciales, conforme el film se acerca a su final, ésta se torna más estilizada, los planos pierden su inestabilidad, el filme toma las formas y las hechuras de un western, y la venganza se completa fuera de campo. Y José tiene un último retazo piedad antes de irse sin mirar atrás.

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