Tarantino desbocado
El destino, la casualidad, un atrevimiento en abordar el vergonzoso hecho histórico de la esclavitud como nunca hasta ahora había habido en Estados Unidos. Estos tres factores han hecho posible la coincidencia en cartelera (en España, gracias a los distribuidores, incluso comparten fecha de estreno) de dos películas que abordan de modo muy diferente el tema. Lincoln y la película que nos ocupa, Django desencadenado. La primera, dirigida por el maestro Spielberg, es una magnífica —y teatralizada— clase de historia sobre los obstáculos que tuvo que superar el decimosexto Presidente de los Estados Unidos para aprobar la Decimotercera Enmienda a la Constitución y así abolir la esclavitud y acabar con la Guerra Civil que asoló Estados Unidos durante cuatro años. La segunda, del no menos talentoso Quentin Tarantino, se sitúa dos años antes del inicio del conflicto y narra el viaje que emprende un esclavo para liberar a su esposa atravesando para ello un camino lleno de homenajes, cinefilia, dolor, humor, acción descarnada, y excesos. Todo ello en dos horas y media de pura diversión.
El personaje de Django apareció por primera vez en Django (Sergio Corbucci, 1966), donde Franco Nero (presente aquí en uno de esos cameos que sólo se le ocurren a Tarantino) interpretaba a un ex soldado yankee y mercenario que llega a un semiabandonado pueblo mexicano con una venganza en mente, encontrándose en medio de la guerra que mantienen dos facciones rivales (el Ku Klux Klan y unos bandidos mexicanos, surrealista). El film, tan divertido como poco brillante, es considerado uno de los mayores exponentes del spaghetti western, no tanto por su calidad (Corbucci está muy lejos de Leone) como por su inusitada violencia. Casi medio siglo y veinte películas después (incluyendo el remake que hizo Takashi Miike en 2007, Sukiyaki Western Django, con un pequeño papel interpretado por Tarantino, lo que muestra su obsesión por este personaje) el chico de Knoxville que aprendió cine en un videoclub (una mente privilegiada ayuda) transmuta la historia del mercenario, lo convierte en un esclavo que se rebela y, al igual que hiciera con Malditos Bastardos (2009), manipula el pasado para contarnos un pedazo de la historia y miserias de Estados Unidos, un país violento donde se espera que, como insinúa uno de sus brillantes personajes en uno de sus igualmente brillantes diálogos, “los representantes del sistema de justicia penal disparen antes de llegar a juicio”.
El guión es magnífico, preciso, divertido, enorme en todos los sentidos. No es una sorpresa, es Tarantino. Para no tirar muy lejos (y así evito entrar en Death Proof, 2007, que me sigue desconcertando) podemos compararlo al guión de Malditos Bastardos (2009), mucho más inconexo, con dos tramas que transcurren paralelas a lo largo de todo el film sin llegar apenas a coincidir accidentalmente. Cualquier profesor de guión os dirá que eso es absurdo. Pero si Tarantino se adscribiera a esas reglas de manual nos habríamos perdido maravillosas escenas porque “toda escena en una película debe tener un objetivo, si no hace avanzar la historia esa escena no sirve”. Por fortuna, Tarantino considera cada escena como una pequeña set piece, una obra en sí misma que en muchos contiene en su interior un planteamiento, un nudo y un desenlace.
Se toma su tiempo para desarrollar los personajes, mucho más importantes que la sencilla trama que no deja de ser una mera excusa para mostrarnos su mundo, una amalgama de referencias que funcionan gracias a un inteligente uso de la comedia, que por momentos es el género que predomina en la cinta, por encima del spaghetti western. Si bien la película se estira hasta las dos horas y media, hay innumerables partes del guión original (si tenéis tiempo libre y os interesa el mundo del guión vale la pena echarle un vistazo) que no han cabido en el montaje final. Aún y así ciertas escenas se alargan demasiado, y no me quejo por pesadez (porque es una delicia escuchar sus siempre intrincados diálogos) sino porque ciertas momentos no llegan a alcanzar toda la tensión que podrían albergar si el ritmo estuviera más ajustado. Globalmente Django desencadenado es superior a Malditos Bastardos, pero no hay escena en la nueva película de Tarantino que iguale esos perfectos 30 minutos iniciales de su anterior cinta. Todos echamos de menos a Sally Menkes.
Pese a ello, Django desencadenado es la película de Tarantino (si exceptuamos esa maravillosa rara avis en su filmografía que es Jackie Brown) que tiene una estructura más clásica, obviando cualquier tipo de deconstrucción narrativa, con sus actos y puntos de giro perfectamente reconocibles, rompiendo puntualmente esta linealidad con unos escuetos y estilizados —los caracteriza una fotografía saturada y quemada— flashbacks.
Si tenemos en cuenta que el spaghetti western ya utilizaba en su favor los clichés clásicos del western, llevándolos al extremo formal y estéticamente, Tarantino riza el rizo y manipula el género —creando lo que él mismo ha bautizado como southern— haciendo uso de sus técnicas de montaje y sus cuestionables movimientos de cámara, transformando algo como el abuso del zoom en un elemento metalingüístico que, al igual que las caracterizaciones y el diseño de producción nos sitúan en una época concreta, nos engulle de lleno en su particular visión del cine. Django desencadenado es una sucesión de homenajes continua, pero lejos de limitarse a imitar a los “clásicos” (o la concepción que Tarantino tiene de lo que son los clásicos) usa todo ese lenguaje cinematográfico de un modo contenido y elegante.
Hasta el último tercio donde la película se dispara (y nunca mejor dicho), convirtiéndose en un actioner épico más propio de John Woo, con una violencia guiñolesca —en contraposición a la dureza de ciertas escenas previas que han sido suavizadas en el montaje final—, pervirtiendo las características del género, transformando al silencioso (como la D) esclavo liberado en un héroe invencible, imponiendo su ley sobre Candyland como Dios sobre Sodoma, permitiéndonos disfrutar de la violencia formal y estética que tan bien rueda Tarantino, liberando litros de sangre como no se veía desde el final del primer volumen de Kill Bill
El único punto que chirría en todo este grandilocuente entramado es su protagonista. La empatía con el personaje cuyo nombre está en el título es mínima. Jamie Foxx —extraña carrera la suya, saltó a la fama con la hipervitaminada Un domingo cualquiera (Oliver Stone, 1999), tuvo un pequeño pero brillante papel en Ali (Michael Mann, 2001) y ganó el Óscar por Ray (Taylor Hackford, 2004), pero el resto ha sido básicamente cine de acción de serie B—, convincente en su desesperado, enamorado, chulesco y justiciero Django, es eclipsado por todos los secundarios, increíbles actores con personajes que son un regalo, personajes tan intensos que de ocupar el rol principal llegarían a saturar.
Tengo que reconocer que no he visto absolutamente nada de la longeva etapa televisiva alemana de Christoph Waltz, pero como a todos, quedé maravillado por Hans Landa. Tarantino, consciente de la increíble mina de oro que encontró escribe un papel a medida para el brillante orador que es Waltz, un personaje más complejo y lleno de matices que el nazi, un alemán que detesta la esclavitud (es curioso el cambio de paradigma en los dos papeles de Waltz con Tarantino; del contraste de un europeo que no comprende la situación de una minoría aplastada en Estados Unidos a un nazi que busca aplastar otra minoría, en esa Europa que antaño, comparada con Norteamérica, era tan avanzada) de verborrea tan fácil como de gatillo.
Frente a Django atravesando su particular y salvaje viaje del héroe con un mentor brillante, tenemos a un antagonista de gran altura, Calvin Candie (Leonardo DiCaprio), que bajo su apariencia distendida y dicharachera esconde un histriónico y malvado esclavista. Es fantástico poder disfrutar, al fin, de un DiCaprio que necesitaba relajarse y pasarlo bien con un papel. Lejos de la severidad que caracteriza habitualmente sus papeles —incluso sus películas más ligeras, como Atrápame si puedes (Steven Spielberg, 2002), tienen una patina de amargura y desazón—, interpreta con un intencionado histrionismo y sentido de la auto parodia a un esclavista salvaje e inhumano, showman exagerado con una mortal necesidad de tener la última palabra. Su personaje, que no aparece hasta la hora de metraje, gana enteros cada vez que coincide en pantalla con su mayordomo Stephen (Samuel L. Jackson, que vuelve a colaborar con Tarantino tras Jackie Brown, creando una interpretación brillante de un personaje abominable maravillosamente construido), mayordomo jefe de Candyland, un negro que odia a los negros tanto o más que su amo esclavista, un individuo ponzoñoso y adulador, dispuesto a someter a su gente para conservar el favor de su dueño. Una rata dispuesta a lo que sea para sobrevivir. El dúo que forman consigue momentos antológicos. Su relación mentor-alumno es el reflejo malévolo de la que mantienen el Dr. Schultz y Django. El modo en que Stephen agasaja a Calvin es una mera fachada que salta por los aires en la brillante escena donde el mayordomo, sentado en el sillón principal de la biblioteca con una taza de té —auténtico amo del lugar— revela la excusa argumental para pasar al épico tercer acto.
Finalmente la película, un enorme y brutal espectáculo cinematográfico, nos responde la pregunta que Calvin Candie plantea, ¿qué pasaría si los oprimidos se rebelaran? Echemos un vistazo a nuestro alrededor, después miremos arriba, a nuestros políticos, banqueros y demás insectos del fango.
Django nos señala el camino.
Una decepción 'Django', no me esperaba un clásico pero sí una película más divertida. Apenas aparecen esos diálogos crujientes marca de la casa, y como siempre, qué pena que sus pelis estén tan vacías. ¿Cuándo encontrará messieur Tarantino algo para lo que tan bien sabe hacer: contar? Un saludo!
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