sábado, 12 de julio de 2014

(Cine) (Crítica) Open Windows

Formateando el género


Nick Chambers (Elijah Wood) está a punto de cumplir su sueño: conocer a su actriz preferida, Jill Goddard (Sasha Grey). Mientras espera el momento, viendo por streaming la conferencia de su nueva película, recibe una llamada que le cambiará la forma de ver las cosas. Y a nosotros. ¿O no?

Cuando se empezó a hablar de este proyecto llamó la atención poderosamente una de las premisas: la película se vería en su totalidad a partir de la recreación del escritorio de un ordenador. Chocante, como poco, parecía un intento absurdo por llamar la atención en una época donde cualquier subgénero recién surgido, como el found footage, rápidamente era vampirizado y explotado hasta que perdía todo su sentido inicial. Pero hay un pequeño detalle que hacía albergar esperanzas: autor de tamaña locura era, efectivamente, un loco: Nacho Vigalondo. Un loco, sí, pero con un talento descomunal. Tras sus dos primeros largos —Los cronocrímenes (2007), una historia de viajes en el tiempo, con una estructura sencilla pero perfecta; y Extraterrestre (2011), una comedia de ciencia-ficción que destrozaba convenciones— y una retahíla de cortos por todos ya conocidos —entre ellos el más destacable, de largo, de todos los presentes en The ABCs of Death (2012), donde tan sólo Ti West y Ben Wheatley conseguían algo a su altura— mucho se esperaba de esta nueva película, por su planteamiento atrevido, por sus actores, por… ¡coño!, por el mismo Vigalondo, uno de los pocos directores españoles con el suficiente atrevimiento para plantear algo nuevo. Y aquí es donde hay que matizar. Esta película, ¿explica algo nuevo? No, ni de lejos. Pero como en muchas facetas de la vida, y especialmente en el arte, lo que importa no es tanto el qué sino el cómo.

Sin desvelar nada de la trama, ni de los giros inverosímiles que puedan tener —no le tengo especial estima a la verosimilitud, pero todos tenemos un límite— la película es un ejemplar ejercicio de estilo personal. Vigalondo arriesga y, pese a presentarnos un thriller que temáticamente se engloba dentro del mainstream, lo que vemos en pantalla no pretende agasajar al público. Su narración es compleja, intensa y, en ocasiones, con una carga de información excesiva, tanta que a veces parece pretender desviarnos de la simple trama que la sostiene.


Empezando con un falso tráiler —protagonizado por los actores de Extraterrestre; entre ellos ese genio total y absoluto que es Miguel Noguera— la película no sale (casi) nunca de la pantalla del portátil de nuestro protagonista. La historia, para más inri contada en tiempo real, nos es mostrada a través de diversas ventanas que, abriéndose unas y cerrándose otras, conforman una narración poliédrica a la que nos acostumbramos con una facilidad pasmosa… quizá indicando que estamos pasando demasiado tiempo delante del ordenador. La película no será tan accesible para cierto sector de la población que, sea por recursos, edad, educación o porque no les haya dado la santa gana, no estén habituados a las nuevas tecnologías.

Pero la pantalla no se mantiene estática durante todo el metraje. Las semejanzas con una aventura gráfica —si tengo que inclinarme por la comparación con el mundo del videojuego— son fascinantes, pero funcionarían mejor si esta historia estuviera diseñada para verse de forma interactiva en un pc o una tablet. El lenguaje cinematográfico no es el armatoste inmutable que muchos profesores de escuela de cine pretenderían que fuera, pero tiene unos límites que, aunque indefinidos, alguien como Vigalondo sabe ubicar. Su apuesta formal es arriesgada y valiente, pero su narración por ventanas —y aquí se incluyen webcams, cámaras de seguridad, cámaras de móvil, gps y un invento sacado de la manga llamado “cámaras ping-pong”; esto último, junto con otros detalles que no desvelaré por ser fundamentales para la trama, sitúan la película más en el terreno de la ciencia-ficción, hábitat natural de su director— también necesita de un montaje y un punto de vista. La pantalla se acercará y alejará mediante zooms (y pido perdón por mis estupidez a la hora de formular la siguiente comparación) como si de un videotutorial de youtube se tratara. Este movimiento, que apuesta por situar el punto de vista ajeno a cualquiera de los personajes, tiene su propio montaje interno, al igual que cualquier plano secuencia.

Sin desmerecer el ingente trabajo de planificación, rodaje y montaje (usando muchas veces multicámaras), con una postproducción que duró más de un año —brillante el trabajo tanto de su director de fotografía, Jon D. Domínguez, habitual colaborador de Vigalondo, y especialmente el del montador Bernat Vilaplana, fijo con Guillermo del Toro y J.A. Bayona, así como de todo el equipo de postproducción)— tras una primera media hora absorbente el film, manteniéndose con una intensidad encomiable, entra en un terreno pantanoso (especialmente tras una secuencia tan brillante como la persecución) y la exquisitez técnica, que sin pretenderlo acaba convirtiéndose en un found footage convencional, aunque muchísimo más trabajado que cualquier otro ejemplo que se me pueda ocurrir, no puede mantener el punto más flojo de Open Windows.


Y eso es, lamentablemente, su guión, que sigue la línea habitual de cualquier thriller norteamericano de sobremesa: enrevesado pero simplón. Aunque no desmerece toda la labor técnica, una vez superada la sorpresa inicial y habituados al lenguaje usado nos encontraremos con un guión que a) contentará sólo a los fans más acérrimos del thriller tecnológico siempre que, como sucede en este tipo de films, su suspensión de la credulidad alcance cotas lo suficientemente elevadas como para comprar la enésima revisión del mito del siglo XXI: el hacker como badass posmoderno; y b) está diseñado para adaptarse a las exigencias del formato escogido, sin tener realmente una entidad propia. Esta misma historia narrada de un modo convencional sería sosa, inane, carne de telefilm.

Aún y así los personajes que Vigalondo nos presenta, a pesar de estar descritos con cuatro trazos bien gruesos, ejemplifican muchos de los males, si se puede decir así, que esta nueva era de la comunicación ha creado. Para ello cuenta como protagonista con Elijah Wood, de nuevo en un thriller rodado en España donde interpreta a un héroe poco convencional que recibe órdenes de un psicópata a través de un micrófono. Todo un subgénero en si mismo. Wood, al igual que en Grand Piano (Eugenio Mira, 2013), da la perfecta medida del Don Nadie (solitario, aislado, elimina cualquier injerencia del mundo exterior creándose una obsesión: una estrella mediática que ejemplifica todo aquello a lo que jamás podrá aspirar) enfrentado a una amenaza que lo supera. Esta estrella, que siendo la otra cara de la moneda, también es víctima de este nuevo orden mundial donde la imagen lo es todo, Jill Goddard, está interpretada con solvencia por Sasha Grey, si bien ya demostró en The Girlfriend Experience (Steven Soderbergh, 2009) —uno de esos films donde Soderbergh se pone en plan gurú del indie, que debo reconocer me encantan y me hacen sentir como un zarrapastroso hipster de medio pelo— sus cualidades interpretativas. Su personaje, no sé si escrito para ella o bien por casualidades del destino, tiene mucho en común con Grey en cuanto a la presión mediática que debe soportar y el infierno que toda esta información que está a nuestro alcance, la mayoría de ella inútil y vacua, puede provocar en estas figuras mediáticas. Es cierto que en ocasiones su personaje no parece responder con mucha lógica a los acontecimientos con los que debe enfrentarse, pero no parece deberse tanto a su actuación como a cómo está escrito su personaje.


El villano de la función, Chord, que se pasa todo el metraje con una máscara lo que en un primer momento no me permitió reconocer a Neil Maskell, uno de los dos protagonistas de Kill List (Ben Wheatley, 2011) —una joya cuyo primer visionado me produjo un rechazo visceral, debido a su demencial giro final, pero que tras un revisionado he acabado adorando— ejerce por momentos la función de narrador, situando definitivamente al espectador en esa posición ingrata, poniendo a prueba nuestra moral, siendo testigos algo horrible pero sin poder dejar de mirar. Quizá es por eso que el género del found footage ha tenido tanto éxito. Es lo más cercano que podemos estar de algo horrible cuya verosimilitud nos haga subir las pulsaciones sin que por ello nuestra moral se vea ultrajada. Esto se explicaba mejor en Tesis (Alejandro Amenábar, 1996), film con el que Open Windows también comparte otro de los temas de fondo tratados, y que se ha agravado especialmente con internet: la pérdida de la propia identidad, algo ya tratado por Vigalondo anteriormente, especialmente en Los cronocrímenes, pero que toma especial relevancia en este film. Curiosamente, una problemática tan asociada a estos tiempos virtuales, es cogida por el director cántabro como homenaje a esas novelas del siglo XIX sobre Fantômas. Será verdad que ya está todo inventado.

Espero que este film no inaugure un nuevo subgénero de “OS footage”, pero la apuesta de Nacho Vigalondo –innovación, frenetismo y un enorme esfuerzo a nivel técnico-, merece ser valorada.

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